‘Full Throttle’: Un último rodeo
¿Por qué llamamos ‘aventuras’ a los ‘juegos de aventuras’?
Respuesta rápida: porque Colossal Cave Adventure (1976) es considerado el pionero del género y ha sido un nombre conveniente, como cuando los shooters en primera persona se llamaban doom-like.
Pero si vemos el concepto del género de aventuras en otros medios, surgen algunas comparaciones. Por lo general se definen como historias donde los protagonistas son lanzados a nuevos entornos y situaciones que escapan de su zona de confort y les obliga a adaptarse. Si uno fuerza la vista lo suficiente, casi todas las historias puedan ser llamadas ‘aventuras’. Y, sin embargo, cuando pensamos en aventuras pensamos en esa necesidad de adaptarse como algo rápido, en el momento. Salir airoso de una situación peligrosa, esquivar, coger la espada en la pared y defenderse en un duelo, agarrarse del candelabro o el palo mayor y aterrizar en la otra esquina.
En esencia, cuando hablamos de aventuras hay un elemento de premura. Las aventuras son cuestión de habilidades (que se van adquiriendo durante el transcurso de la misma) pero también reflejos y, admitámoslo, golpes inesperados de suerte.
En cambio, en la mayoría de los juegos que definimos originariamente como aventuras— previos, al menos, a Tomb Raider (1996) que en su momento era considerado más próximo al género de plataformas* — nos encontramos con que las mecánicas son lo opuesto a la necesidad de responder rápido. Gran parte de lo que define la experiencia de jugar a una aventura gráfica es recorrer con calma espacios (muy exóticos, eso sí) casi estáticos, con todo el tiempo del mundo para interrogar personajes, escuchar descripciones e interactuar y recoger objetos, probando combinaciones a la espera de que alguna desbloquease nuevos eventos en la historia.
(*Pequeño paréntesis: en efecto, hay una larga lista de antecedentes a Tomb Raider que también fueron definidos como juegos de aventuras pese a que la mecánica principal era propia de plataformas. Siendo distintos a los que aquí no ocupan, creo que se merece su propio espacio de discusión en un futuro post).
De hecho, estas limitaciones son inherentes a sus mejores diseños. Tomemos Lure of the Temptress (1992) donde nuestro protagonista empieza encerrado en una celda y tenemos que descubrir, en ese pequeño espacio y con los elementos interactivos limitados, como huir de ella. Una vez lo conseguimos, la ciudad del juego se abre a nosotros con un motor llamado Virtual Theatre que permitía a los NPCs moverse por el mapa siguiendo sus rutinas. Rutinas que tenemos que analizar y comprender para evadir guardias o descubrir los momentos oportunos para cumplir ciertos puzles pero, ay, que se repiten en un mismo ciclo lo que significa que si perdemos la oportunidad de hacer algo siempre podemos volver a intentarnos unos pocos minutos después.
Ese ‘mundo abierto’ también estaba presente en juegos como la saga King’s Quest, Sam & Max: Hit the road (1993) o Discworld (1995), con la temible situación donde los personajes navegan por distintas pantallas a veces sin saber cual es el siguiente paso que dar, probando todos objetos del inventario con todos los personajes y elementos resaltados de estas pantallas.
No deja de ser curioso. Siendo llamado un género de aventuras es, en lo esencial, un tipo de juego donde el principal trabajo es intelectual, centrado en puzles y opciones de diálogos, pero que, al fin de cuentas, muchos acababan resolviendo por el muy científico método de hacer chocar dos piedras entre sí, a ver que pasaba. Con muy pequeñas excepciones — hola, sistema de boxeo de Indiana Jones and the last Crusade (1989) — no había urgencia ni habilidad.
En fondo y forma
El término Pixel hunting indica la idea de las aventuras gráficas que requerían escanear toda la pantalla en busca de objetos minúsculos o indistinguibles de los fondos para encontrar la solución a un puzle. Para quien no lo haya sufrido, imaginemos lo habitual que era como para haber dado luz no sólo al término sino a botones específicos en los que Recuerdo en particular un ítem en Simon the Sorcerer (1993)oculto entre las hojas de un bosque que era imprescindible para avanzar y me volvió particularmente loco en su día. Simon the Sorcerer tenía un botón específico para indicar los objetos interactivos, del mismo modo en que ahora lo tiene el remaster de Full Throttle (1995).
Y, aún así, a veces no es suficiente.
Full Throttle es una aventura ambiciosa para el recorrido que llevaba entonces LucasArts en el género. Frente a los 200.000 $ que había costado The Secret of Monkey Island (1990) este era un proyecto de un millón de dólares. Hay una gran atención a la animación y el estilo, la historia fluye de manera más natural que en otras aventuras. El juego incluía vehículos modelados en 3D sobre fondos y personajes de animación clásica, fruto de la convivencia en LucasArts del equipo de Tim Schafer con el desarrollo simultáneo de Star Wars: Dark Forces (1995).
Aquí se incorpora un minijuego de combate en moto al estilo Road Rash (1991), que, aunque flojo por sí solo, aporta variedad. Viene a ser una suerte de sustituto de las peleas de insultos de The Secret of Monkey Island y del minijuego Highway Surfin’ de Sam & Max Hit the Road. La idea es progresar a través de varios combates para mejorar con distintos accesorios y con un timing preciso para atacar a nuestros rivales. Es curioso que volver a este juego en 2021 me haya recordado que la adaptación a videojuego Mad Max (2015) centra todas sus mecánicas en esta misma idea, lo que recoge la influencia cinematográfica que exhibe Full Throttle con guiños a la saga de George Miller pero también Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961), Hard Target (John Woo, 1993) y los westerns de Clint Eastwood.
Estos combates en motos son bastante impredecibles: los personajes con sus distintas armas dejan entrever las estrategias y el tiempo necesario para actuar en base a nuestro reflejos, pero perder supone también perder algunas de las armas que les hemos arrebatado y empezar de nuevo. A veces, mientras nuestros enemigos sueltan sus bravatas, el juego no nos permite blandir nuestra arma así que hay que esperar a encontrar una fracción de segundo entre que terminan su monólogo y nos atacan por primera vez o esquivar el ataque, con la dificultad de que ellos sí pueden moverse mientras tanto y acorralarnos contra la cuneta. Al final, superar este tramo se reduce a una mezcla de azar (encontrar el momento adecuado y que el juego presente un orden escalonado de enemigos) y conocer que arma es más efectiva para cada uno, lo cual no siempre resulta evidente.
Aquí me detengo a comentar un pequeño detalle que tuvo lugar durante mi última partida en la versión Remastered que salió en 2015. Durante el minijuego de batallas en moto, perdiendo una batalla, el protagonista se sube de nuevo a la moto y la animación de la carretera… empezó a moverse en la dirección opuesta a la que apuntaba la moto, como si estuviera dando marcha atrás. Como una retroproyección en una película antigua — en realidad, un sistema de Full Motion Video diseñado para Star Wars: Rebel Assault (1993) — el efecto pone en relieve los malabares que el equipo estaba haciendo para integrar mecánicas distintas dentro del género atendiendo a la tecnología y recursos de los que disponían.
El sistema habitual de verbos que había perdurado hasta Maniac Mansion II: Day of the Tentacle (1993) había sustituido por una serie de iconos en Sam & Max Hit the Road para facilitar gráficos a pantalla completa. Full Throttle sigue el mismo camino con una “rueda” activable con iconos de “vista”, “lengua” (generalmente, hablar pero también llega a tener otro uso), “mano” (generalmente, un puñetazo) y “patada” (ciertamente, una mecánica de la que el juego hace buen uso) ¿El inconveniente? A veces no está claro que objetos uno puede resaltar, algo que LucasArts había perfeccionado desde el uso del comando “What is” en los orígenes del sistema SCUMM y, lo que es peor, al igual que ocurría con Sam & Max, tampoco están muy claros hasta donde se extienden los mapas y fondos.
No hay nada más frustrante en una aventura que saber la solución y trata de averiguar como proceder. Tomemos un ejemplo del juego: para infiltrarte en un depósito de chatarra, debes hacer frente a un perro rabioso. Los que recuerden The Secret of Monkey Island habrán tenido la idea de buscar algún tipo de distracción para el perro, como por ejemplo comida. Muy cerca, en un tráiler, podemos encontrar una caja de arena que indica que el dueño puede ser propietario de un perro grande. Dentro del tráiler hay una nevera y en su interior, un trozo de carne. Parece obvio.
Entonces, nos dirigimos al depósito de chatarra con nuestro trozo de carne y… los dos primeros lugares donde uno puede interactuar y dejar el cebo para el perro guardián no los reconoce. Es más, si nos movemos a la derecha hacia un grupo de coches aplastados y tenemos la feliz idea de dejar allí la carne en el maletero, el perro acude raudo… para volver a salir inmediatamente y perseguirnos. Y ahora estamos sin carne, que hemos dejado en aquel maletero.
¿La solución? Recorrer el borde de la verja del depósito por un lado del mapa que, en principio, no parece que lleve a ningún sitio, para encontrarnos en una cabina de una grúa magnética. Resulta que el perro, en nuestra ausencia, sigue en el maletero peleándose con el trozo de carne y podemos manejar la grúa para tomar el coche, elevarlo, y evitar que el perro lo abandone y nos persiga.
Es… es poco intuitivo, la verdad, pero sobre el papel veo como creían que funcionaba. El problema es que deducir la situación espacial de donde situar la carne o como llegar a la cabina de la grúa son elementos indispensables para resolver la situación y, sin embargo, el aspecto visual del juego no ayuda a orientarnos hacia ello, casi parece oculto a propósito.
Es una cuestión igualmente patente en Broken Age (2014), quizás el juego al que más me recuerda. En un momento dado de Broken Age, un puzle que el jugador ya ha resuelto con un personaje debe ser resuelto de nuevo con el otro personaje distinto y ambos personajes no han intercambiado información entre ellos. Depende del jugador mismo usar su propio conocimiento para “romper” la lógica narrativa que indica que ese personaje no tiene la información necesaria. Es arriesgado y más o menos funciona, aunque de un modo mucho menos intuitivo que en los cambios de personaje de Day of the Tentacle. Full Throttle comete una transgresión similar cuando somos informados a través de una cinemática que existen unas fotos comprometedoras de vital importancia para la trama. Ben, el protagonista, llega a la escena del crimen y más tarde encuentra una cámara fotográfica vacía. En este punto, el jugador sabe que debe recuperar la película fotográfica pero Ben no será informado de ello hasta un par de escenas más tarde, dejándonos momentáneamente sin un objetivo narrativo claro.
Estos dos juegos de Schafer mantienen un estilo visual muy bien definido y atractivo, una magnífica presentación que además goza de una historia sencilla e impactante, capaz de enganchar rápido y disfrutar de los personajes y diálogos, pero ambos flaquean al contrastar estos elementos con una jugabilidad muy limitada.
Los amigos que hicimos por el camino
En 1989, Ron Gilbert escribió un artículo sobre porqué creía que, entonces, las aventuras gráficas apestaban. No sólo adelante en él el problema que surge de hablar en términos como “películas interactivas” que hacen perder la perspectiva de los elementos de jugabilidad de la experiencia, sino que traza algunos de los problemas que aquejaban, sobre todo, a los juegos de Sierra: entre otros, habla de mantener los objetivos claros y definidos, presentar los problemas antes que las soluciones, no permitir que ítems importantes queden sin recogerse, usar los puzles para avanzar la trama o, quizás la más famosa y polémica, no permitir que el jugador muera, es decir, no penalizarlo por explorar.
De hecho, Gilbert menciona en el último apartado un problema que puebla el género: pantallas donde el jugador se queda atascado hasta que resuelve un puzle y avanza a la siguiente pantalla para quedar atascado de nuevo. Su propuesta para resolver esto va en consonancia con su negativa a usar la muerte en estos juegos. Que el jugador quiera probar todo y saber más del mundo debería ser algo a incentivar, no una penalización ¿No puedes avanzar por aquí? Prueba en esta dirección: tal vez conozcas a un nuevo personaje, encuentres algún objeto y, poco a poco, encuentres alguna pista. Tu cerebro sigue trabajando en otros problemas mientras exploras y, en algún momento, se va a encender esa bombilla.
Visto así, uno podría decir que estos juegos se adecúan mucho más con los relatos de misterio, y así parecen atestiguarlos juegos como Mystery House (1980), The Portopia Serial Murder Case (1983), Déjà Vu (1985) o Cruise for a Corpse (1991). No son historias de “aventureros”: son historias de detectives. Ese es el verdadero rol que asume el jugador.
Entonces, ¿Para qué ser príncipes, piratas, viajeros del tiempo o moteros peligrosos? Hay algo contra intuitivo. Quizás es el hecho en sí de que no se trata sólo de los puzles, la información que extraemos de los diálogos o las pistas que nos permiten avanzar. Es en ese factor de “exploración”, de permitir al jugador caminar con calma por las distintas pantallas y conocer personajes o verse en situaciones de todo tipo lo que más destaca en el género. Es una perspectiva más general y, por ello, peor definida, pero es una perspectiva válida.
Tomemos el mundo de Full Throttle. No es sólo el factor estético de los moteros sino todo lo que acarrea para la trama del juego: la principal amenaza para estas bandas que viven como los últimos nómadas y se muestran duros y agresivos es la muerte de su estilo de vida. Con el éxito del villano (uno de los menos interesantes en LucasArts, aunque también uno de los más fáciles de odiar) en su plan de convertir una marca de motocicletas en una fábrica de mini caravanas familiares se sustituye la idea romántica de los moteros por un mundo de consumo y complacencia. Es la muerte definitiva del Oeste. No es de extrañar que la inspiración para el juego fuera consecuencia de preguntarse que había hoy en día similar a los piratas de antaño, igual que The Secret of Monkey Island surgió de preguntarse que mundo uno podía explorar que fuera tan inmediatamente reconocible como la fantasía o la ciencia ficción pero no hubiera sido utilizado por Sierra. De eso se trata, de habitar esos espacios. A diferencia de los juegos de rol, que nos pone a los mandos de un personaje-vehículo y nos pide que tomemos decisiones, las aventuras gráficas nos dan una marioneta, con su propia personalidad y circunstancias, y somos nosotros los que, por un momento, podemos ver a través de sus ojos.
Al final de la experiencia, cuando hablas con alguien de aventuras gráficas, rara vez hablas de los puzles o las mecánicas. Hablas en concreto de la historia, de los personajes, de los parajes exóticos a los que te ha llevado, de un momento concreto. Full Throttle es, probablemente, la aventura más breve y sencilla para el jugador habitual de LucasArts, y quizás por ello suele ser la más olvidada, pero como obra narrativa es concisa y satisfactoria. Es natural que las aventuras gráficas tuvieran su (aparente, pero en realidad no) declive justo cuando los gráficos 3D empezaron a ser la opción por defecto, y por ello muchas de las ideas de estas aventuras en realidad han ido evolucionando en otra dirección, en juegos como los que hoy llamamos “walking sims”, pero me temo que eso lo dejaremos para un próximo artículo.
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